7/4/12

SÁBADO SANTO: LA ESPERA

El Sábado Santo y el descenso a los infiernos de Cristo
Dr. Enrique Cases
Sacerdote
www.teologiaparavivir.net

1 El Sábado Santo y el descenso a los infiernos de Cristo

Al anochecer del Viernes Santo comienza el descanso sabático. El Sábado Santo es como un sábado más, pero es un sábado único. Llegan al Cenáculo los que han estado en la sepultura. María está allí. Están las mujeres, que en su amor encendido, quieren volver al sepulcro cuando acabe el sábado para embalsamar bien al difunto, con todo el amor y la piedad de que son capaces. Están allí los apóstoles que callan y no saben qué decir porque no supieron defender a Jesús, y, menos aún, acompañarle en su gran lucha. Están otros discípulos muy allegados.

María se retira. Jesús está enterrado en el Sepulcro.

“El misterio del Sábado Santo es el misterio de Cristo muerto por nosotros, que como muerto yace en el sepulcro. Es el día del gran silencio. En las iglesias aparece una gran cortina como para simbolizar que, tras de ella, Dios se esconde. Pero, tras las cortinas, la luz espera. El silencio del Sábado Santo es un silencio lleno de esperanza”.

“Es el día de la ocultación de Dios. El Viernes podíamos mirar aún a Jesús, pendiente del madero, traspasado su Corazón tras su muerte en la cruz. El Sábado Santo todo ha concluido: una pesada piedra cierra la entrada del sepulcro nuevo excavado en la roca donde yace el difunto. Ningún Dios ha salvado a aquel que se decía Hijo suyo. La fe parece haber sido destruida y la doctrina del Nazareno puede aparecer como una de tantas locuras creadas por un loco o por un fanático”.

“Dios ha muerto y nosotros lo hemos matado. Jesús muere, después de decir las siete frases, lo cual suponía un gran esfuerzo al estar crucificado. Muere después de entregar su espíritu a Dios. Muere cuando Él quiere”.

“Una vez muerto, Jesús es enterrado en muy poco tiempo ya que se echa encima la Pascua, tiempo en el que no se permite a los judíos hacer ningún tipo de actividad.
Muere el viernes a las tres de la tarde y le entierran antes de la puesta de sol. Está sepultado pocas horas del viernes, el sábado, y resucita el domingo. Cristo durante
ese tiempo está encerrado en la tierra, sepultado, en forma de semilla. Durante su muerte, la Redención sigue. Jesús muerto sigue unido a la Divinidad con su unión
hipostática. Quiso estar tres días en el sepulcro. Es como una gran prueba de fe, de muerte y de resurrección. Jesús esta sepultado, santificando al mundo desde dentro del mundo, desde dentro de la tierra. Es como si el mundo hubiera sido santificado por Cristo desde dentro físicamente, no solo simbólicamente”1.

El Sábado Santo es el día de la Soledad de María. Para Ella continúa la pasión en su alma. Sufre y no hay dolor como su dolor. Cada uno de los gestos de su Hijo se le
hace presente, sus quejidos, sus palabras. El gran grito de triunfo y dolor llena su interior. Sabe que ha vencido. Pero ella está sola. Él no está con Ella. Piensa en sus
palabras: “Al tercer día resucitaré”, y se aferra a ellas. Es difícil creer. Ha visto el cuerpo muerto, agujereado por los clavos. Ha puesto su mano en el costado abierto llegando al mismo corazón. Hace falta mucha fe para creer que va a resucitar, y se
hace la oscuridad en el alma de María. Experimenta el abandono como lo experimentó Jesús en su cuarta palabra. El Padre calla y la Madre se convierte en la única creyente.

Su fe es la de una nueva Eva que cree contra todas las evidencias de los sentidos y de la experiencia. Las horas del sábado trascurren lentas, con una oración similar a la de Jesús en Getsemaní. Pasa la noche del Sábado minuto a minuto, y la oración no cesa para la que nunca cesó de creer.

"La espera vivida el Sábado Santo constituye uno de los momentos más altos de la
fe de la Madre del Señor en la oscuridad que envuelve el universo. Ella se entrega
plenamente al Dios de la vida y, recordando las palabras del Hijo, espera la
realización plena de las promesas divinas"2.

“El Viernes Santo se puede contemplar al Crucificado, antes de pasar a verle resucitado, la Iglesia invita a pasar el Sábado Santo meditando la “muerte de Dios”. Es el día que Dios pasa bajo tierra. Es el día de la ausencia de Dios, experiencia tan significativa del hombre actual”3.

La Iglesia completa esta realidad con el final del Credo “Descendió a los infiernos” siguiendo lo enseñado por Pedro: “porque también Cristo padeció una vez para siempre por los pecados, el justo por los injustos, para llevaros a Dios. Fue muerto en la carne, pero vivificado en el espíritu; en él se fue a predicar también a los espíritus cautivos”4.

Hay una bella homilía antigua sobre el Sábado Santo escrita por S. Epifanio y recogida en la Liturgia de las Horas para ese día. “¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey duerme. La tierra está  sobrecogida, porque Dios se ha dormido y ha despertado a los que dormían desde antiguo. Dios hecho hombre ha muerto y ha conmovido la región de los muertos.

En primer lugar, va a buscar a nuestro primer padre, como a oveja perdida. Quiere visitar a «los que yacen en las tinieblas y en las sombras de la muerte» (Is 9,1;Mt 4,16). El, Dios e Hijo de Dios, va a liberar de los dolores de la muerte a Adán, que está cautivo, y a Eva, que está cautiva con él.

El Señor se acerca a ellos, llevando en sus manos el arma victoriosa de la cruz. Al verlo, Adán, nuestro primer padre, golpeándose el pecho de estupor, exclama, dirigiéndose a todos: «Mi Señor esté con todos vosotros». Y Cristo responde a Adán: « Y con tu espíritu». Y, tomándolo de la mano, lo levanta, diciéndole: «Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz» (Ef 5,14). Yo soy tu Dios, que por ti y por todos los que han de nacer de ti me he hecho hijo tuyo. Y ahora te digo que tengo poder de anunciar a todos los que están encadenados: «Salid», y a los que están en tinieblas: «Sed iluminados», y a los que duermen: «Levantaos». Y a ti te mando: «¡Despierta, tú que duermes!», pues no te creé para que permanezcas cautivo del abismo. ¡Levántate de entre los muertos!, pues yo soy la vida de los que han muerto. Levántate, obra de mis manos; levántate, imagen mía, creado a mi semejanza (Gén ,26-27; 5,1). Levántate, salgamos de aquí, porque tú en mí y yo en ti formamos una sola e indivisible persona.

Por ti, yo, tu Dios, me he hecho hijo tuyo. Por ti, yo, tu Dios, me revestí de tu condición de siervo (Filp 2,7); por ti, yo, que estoy por encima de los cielos, vine a la tierra, y aún bajo tierra. Por ti, hombre, me hice hombre, semejante a un inválido que tiene su lecho entre los muertos (Sal 88,4); por ti, que fuiste expulsado del huerto del paraíso (Gén 3,23-24), fui entregado a los judíos en el huerto y sepultado en un huerto (Jn 18,1-12; 19,41).

Mira los salivazos de mi cara, que recibí por ti, para restituirte tu primer aliento de vida que inspiré en tu rostro (Gén 2,7). Contempla los golpes de mis mejillas, que soporté para reformar, según mi imagen, tu imagen deformada (Rom 8,29; Col 3,10). Mira los azotes de mi espalda, que acepté para aliviarte del peso de tus pecados, cargados sobre tus espaldas; contempla los clavos que me sujetaron fuertemente al madero de la cruz, pues los acepté por ti, que en otro tiempo extendiste funestamente una de tus manos al árbol prohibido (Gén 3,6). Me dormí en la cruz y la lanza penetró en mi costado (Jn 19,34), por ti, que en el paraíso dormiste y de tu costado salió Eva (Gén 2,21-22). Mi costado ha curado el dolor del tuyo. Mi sueño te saca del sueño de la muerte. Mi lanza ha eliminado la espada de fuego que se alzaba contra ti (Gén 3,24).

¡Levántate, salgamos de aquí! El enemigo te hizo salir del paraíso; yo, en cambio, te coloco no ya en el paraíso, sino en el trono celestial. Te prohibí que comieras «del árbol de la vida» (Gén 3,22), símbolo del árbol verdadero: «¡Yo soy el verdadero árbol de la vida!» (Jn 11,25; 14,6) y estoy unido a ti. Coloqué un querubín, que fielmente te vigilara, ahora te concedo que los ángeles, reconociendo tu dignidad, te sirvan.
Tienes preparado un trono de querubines, están dispuestos los mensajeros, construido el tálamo, preparado el banquete, adornados los eternos tabernáculos y mansiones, a tu disposición el tesoro de todos los bienes, y desde toda la eternidad preparado el Reino de los cielos”.

“Cristo, perfecto hombre, no es un hombre sin más, un mero hombre. Su cuerpo y su alma son cuerpo y alma de Dios. Esta realidad ha de tenerse en cuenta también en los acontecimientos de la muerte y de la sepultura de Jesús: quien muere y es sepultado es el dueño de la vida y de la muerte. La gravedad metafísica que comporta la muerte —por la muerte Cristo deja de ser hombre en el sentido de que sólo se le puede llamar hombre muerto—, y la pasividad esencial a la muerte, se encuentran acompañadas por un completo señorío de Cristo sobre la propia vida corporal”.

“Después que Cristo expiró en la Cruz, el cuerpo quedó separado del ánima aunque hemos de tener siempre presente que ambos se encuentran unidos a la divinidad. Hay una escisión del cuerpo y del alma de Cristo como resultado de la muerte. El cuerpo y el alma son dos principios constituyentes de nuestra existencia: el cuerpo como principio que da forma y concreción a la realidad que somos, mientras que el alma es el principio dinámico, que pone vida y movimiento a eso mismo que somos. Los efectos de la muerte son los de desgarrar, separando aquello que está llamado a estar unido. Se cumplen, pues, en la muerte de Jesús las características esenciales a toda muerte humana. Entre estas características, se encuentra el que se da separación entre el alma y el cuerpo; es decir, el cuerpo queda sin vida y pierde las operaciones vitales. Decir que Jesús murió verdaderamente equivale a afirmar que su cuerpo quedó inerte, sin operaciones vitales. Equivale también a afirmar que durante los días en que estuvo muerto, en cierto sentido dejó de ser hombre, pues no se llama hombre ni sólo al cuerpo, ni sólo al alma, sino a la unión de alma y cuerpo”.

“Jesús está tres días, no completos, muerto. Resucita al tercer día. Le entierran en muy poco tiempo. Muere el viernes a las tres de la tarde y le entierran antes de la puesta de sol. Está sepultado pocas horas del viernes, el sábado, y resucita el domingo. Cristo durante ese tiempo está encerrado en la tierra, sepultado, en forma de semilla. Durante su muerte, la Redención sigue”.

“Jesús muerto sigue unido a la Divinidad con su unión hipostática. Jesús quiso estar tres días en el sepulcro. Es como una gran prueba de fe y de esperanza para nosotros. Jesús está sepultado, santificando al mundo desde dentro del mundo, desde dentro de la tierra. Es como si el mundo hubiera sido santificado desde dentro, físicamente, no solo simbólicamente, por Cristo. Es un tiempo de misterio, día del silencio de Dios”.

“La muerte de Cristo significa que en El, al igual que en los demás difuntos, estuvo interrumpida la relación vital alma-cuerpo; sin embargo el alma y el cuerpo de Cristo permanecieron unidos al Verbo incluso durante el triduo sacro”5.

¿Qué ocurre el Sábado Santo en el Santo Sepulcro donde descansa el Cuerpo de Jesús, el Cuerpo de Dios con el alma de Jesús, alma human de Dios? ”También su alma debía permanecer solidariamente con las almas de los muertos, en el Hades, tanto tiempo como su cuerpo permanecía en la tumba”.

“Al pecado del hombre le corresponde el castigo en el alma y en el cuerpo. El cuerpo quedaba inanimado y el alma, privada de la visión de Dios. En Cristo, solidario con todos los hombres en la muerte como pena de pecado, no solo su cuerpo queda inanimado y sepultado, sino que su alma pasa a ese “Inferus”, en un descenso, en un misterio imposible de penetrar por la razón humana. Porque ahí, en ese Cuerpo inanimado, se encuentra unido el Verbo y lo mismo ocurre con su alma. El Hijo de Dios se somete plenamente a la ley del morir humano. Los dolores de muerte de Jesús solo desaparecen cuando el Padre lo resucita”.

“En esa solidaridad del descenso a los Infiernos no hay actividad alguna. Se trata de una auténtica solidaridad, es decir se encuentra como todo muerto antes de que estuviera abierto el camino hacia el cielo, sin que existiera una comunicación viva, en una auténtica soledad, en un abandono extremo: misterio totalmente incomprensible a nuestra mente. El que ha asumido voluntariamente todo pecado, todo padecimiento, todo sufrimiento, llega al extremo de asumir voluntariamente toda la impotencia, toda la soledad del muerto que tiene cerrado el camino del cielo. Cristo desciende al Hades para rescatarnos del descenso al Hades. En este caso, solidaridad con los muertos significa “estar solo con”, ya que, entre los muertos, no hay comunicación viva”.

“Tratar de penetrar en la conciencia de Cristo, capaz de sentir el dolor en su Pasión y muerte como ningún hombre es capaz de sentir el dolor. Capaz de sentir la soledad como ningún muerto es capaz de sentir su soledad. Capaz de sentir la soledad del infierno: sentir la soledad, que no la desesperación, sino todo lo contrario: saber que ese sentimiento de soledad es por amor al Padre y no importar por ello ni el tiempo ni la intensidad, porque lo que importa es el amor, la unión de su voluntad a la Voluntad del Padre. Si se le ama más al Padre con ese sentimiento de soledad eterna ¡Sea bendita la soledad!”6

Desde este punto de vista se puede entender mejor el Sábado Santo de la Virgen María. No es entendible solamente desde la experiencia de la madre que pierde el hijo inocente estando presente en el suplicio injusto y lo tiene muerto entre sus brazos. Ella está realmente unida a su Hijo y experimenta la muerte, no sólo su muerte, sino una soledad mortal estando viva. Su fe es de noche más noche que la “noche oscura del alma” cantada por San Juan de la Cruz. Es la noche de la muerte, creyendo contra toda esperanza humana. “En esa condición de hombre verdadero sufrió enteramente la suerte del hombre, hasta la muerte, a la que habitualmente sigue la sepultura, al menos en el mundo cultural y religioso en el que se insertó y vivió. La sepultura de Cristo es, pues, objeto de nuestra fe en cuanto nos propone de nuevo su misterio de Hijo de Dios que se hizo hombre y llegó hasta el extremo del acontecer humano”7.

El cuerpo muerto de Cristo no sufrió corrupción en el sepulcro. La sepultura de Cristo es consecuencia y complemento de su muerte y, por lo tanto, tiene también carácter salvífico. “El sepulcro es la última etapa del morir de Cristo en el curso de su vida terrena; es signo de su sacrificio supremo por nosotros y por nuestra salvación”8.

“El inciso "descendió a los infiernos" no se introduce en el Símbolo hasta finales del siglo IV. En el siglo XIII dos concilios ecuménicos mencionan solemnemente el "descendimiento a los infiernos" y en el concilio IV de Letrán se puntualiza que "bajó en el alma y resucitó en la carne. Jesús desciende al infierno y va solo el alma de Cristo, separada del cuerpo, porque estaba muerto”9.

“El Señor baja a las profundidades del abismo y esta ida al sheol es un acontecimiento salvífico. Sería un error grave interpretar este hecho diciendo que Cristo, al bajar al Hades ha vaciado el infierno y ha salvado ya a todos los hombres de todos los tiempos. El Señor se muestra a todos los muertos y desde allí es glorificado y hecho Señor de cielo e infierno. Antes de la resurrección no puede haber infierno ni purgatorio ni se encuentra abierto el camino del cielo. Solo existe el sheol, el Hades. El alma de Jesús se encuentra entonces en el sheol junto a las almas de todos los hombres muertos antes de esa hora. Desde allí Él, vencedor de la muerte en su resurrección, va a abrir el camino que ya podrán seguir todos aquellos que en su vida terrena se dejaron guiar por Dios, todas las almas de aquellos que habían muerto deseando ver su venida”10.

“Cuando, en el tiempo de la paciencia, Dios había dejado pasar los pecados, su tolerancia no consistía en dejar impunes esos pecados, sino en no realizar todavía la redención. Su fin era manifestar totalmente esa justicia en Jesús. En ese tiempo de paciencia Dios ha dejado pasar los pecados, no ya absteniéndose de castigarlos y reservando un castigo ulterior, sino absteniéndose de borrarlos con miras a un perdón que no tendría lugar sino en Cristo. El amor salvífico retardaba su despliegue pero habiendo predeterminado ya todo en Cristo”11.

San Pedro en el discurso recogido en los Hechos cita parte del Salmo 15, como referido a Cristo: “Tenía siempre al Señor ante mis ojos…porque no dejarás a mi alma permanecer en el infierno, ni dejaras que tu Santo vea la corrupción” (Act 2, 27-31). San Pablo escribe:” pero la justicia que viene de la fe dice ‘No digas en tu corazón ¿Quién subirá al cielo?’ –esto es, para bajar a Cristo-; o ‘¿quién bajará al abismo?’ –esto es para subir a Cristo desde los muertos” ( Rom 10, 6-7). En su primera epístola, ya citada, podemos leer “Pues también Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, muerto en la carne, vivificado en el espíritu. En el espíritu fue también a predicar a los espíritus encarcelados, en otro tiempo incrédulos, cuando les esperaba la paciencia de Dios, en los tiempos en que Noé construía el Arca, en la que unos pocos, es decir ocho personas fueron salvadas a través del agua; a ésta corresponde ahora el bautismo que os salva... (1 Pe 3,1.18ss) Por eso, “hasta a los muertos se ha anunciado la Buena Nueva, para que, condenados en carne según los hombres, vivan en espíritu según Dios” (1 Pe 4, 61 ).

“En la Iglesia de Oriente hay toda una teología sobre este descendimiento de Cristo a los Infiernos que se halla particularmente reflejada en los Iconos, bajo el tema de la anástasis: la visita de Jesús a los Infiernos es lo que posibilita el rescate de Adán y Eva. Este descendimiento subraya que nada queda al margen de la redención, sino que Cristo alcanza hasta la raíz del pecado y de la muerte”12.

“Para el Oriente, la imagen de la Redención es la bajada de Jesús a los infiernos: la apertura violenta de la puerta eternamente cerrada, la mano del Redentor tendida hacia el primer Adán. Los grandes iconos orientales muestran a Cristo bajando a los infiernos. Se rompen las rocas para abrir el camino de los abismos. El soplo del Espíritu alza la vestidura de Cristo y le rodea un nimbo de gloria. Las puertas del infierno, bien aseguradas, se vienen abajo. El diablo huye. Y aparece la muchedumbre innumerable de los muertos, de los santos y de los pecadores, de los profetas y los patriarcas, que tienden sus manos hacia Cristo, descubriendo todos en Él al Salvador. Su luz atraviesa las tinieblas y transfigura ya sus rostros. Y al final del abismo, Adán, el primer hombre, el primer padre, el primer pecador, que tiende los brazos hacia su Salvador”.

“También Occidente conoce una tradición iconográfica no menos elocuente. Los Cristos de marfil del siglo XVII ó XVIII tienen a sus pies un cráneo y dos tibias entrecruzadas. Su significado hunde sus raíces en tradiciones de la Edad Media. Según una tradición, Jesús habría muerto en el mismo lugar en que Adán había sido enterrado, de tal forma que su sangre había corrido sobre los huesos de nuestro primer padre Adán. Los restos de esqueleto al pie de la cruz simbolizan aquel encuentro de Jesús con Adán en su bajada a los infiernos”13. En el Santo Sepulcro de Jerusalén se ve desde una ventanilla una grieta en la roca evocando esa tradición.

“El descenso al sheol o a los infiernos tiene un primer y obvio significado: Jesús comparte la muerte con los que han muerto, cumple "las leyes" de la muerte, de tal forma que se pueda decir con verdad que resucita de entre los muertos”.
“El descenso a los infiernos forma parte de cuanto se contiene en la afirmación de que Cristo "fue sepultado". En efecto, así como la sepultura manifiesta la condición del cuerpo sin vida, el descenso a los infiernos manifiesta que el alma de Cristo ha penetrado verdaderamente en ese misterio que se designa con la expresión "reino de los muertos". Jesús está muerto verdaderamente durante tres días: la muerte le ha afectado en toda su humanidad, en el cuerpo y en el alma, en la forma en que afecta a todo hombre que muere. La Iglesia confiesa que el alma humana es inmortal, es decir, que el espíritu humano pervive después de la muerte. Ello no quiere decir, sin embargo, que la muerte no “afecte” también gravemente al alma.

Incluso hablando en lenguaje clásico es necesario decir que, separada del cuerpo, del cual ella es esencialmente su forma, el alma tras la muerte queda en estado “contra naturam”. Jesús, durante esos tres días, se encuentra entre los muertos". “Refiriéndose a la resurrección del Señor, el Nuevo Testamento utilizará con frecuencia la fórmula "resucitar de entre los muertos". Observó las leyes de la muerte para llegar a ser “primogénito de los muertos". Mirando a fondo la tradición bíblica y teológica, el
descenso a los infiernos es también expresión de la regia soberanía de Cristo sobre la muerte y sobre los muertos. De ahí que generalmente la teología haya considerado que, en este descenso, Jesús aporta la redención a los justos que ya habían muerto, es decir, que les aplica la redención con su bajada a los infiernos. De este modo Cristo es el «primogénito de entre los muertos», pues estuvo «muerto pero ahora está vivo por los siglos» tras haber resucitado, teniendo «las llaves de la muerte y del hades» (Col 1,18; Ap 1,18). Cristo murió y volvió a la vida para ser Señor de los muertos y de los vivos. Es Señor de toda realidad de muerte, vencedor y libertador del demonio y del pecado”.
“Ha sido habitual en la exégesis la interpretación de que en su "descenso a los infiernos" tuvo por fin el liberar las almas de los justos que esperaban el santo advenimiento, siguiendo el difícil texto de 1Pet 3,18-19. Los Santos Padres destacan el carácter voluntario de este descenso: bajó libremente, sin que la muerte lo retuviera. Santo Tomás apunta entre otras razones que era conveniente que Jesús descendiese a los infiernos, para que, "vencido el Maligno por la Pasión, arrebatase los presos que había detenidos en el infierno", y para que "así como demostró en la tierra su poder viviendo y muriendo, así también lo mostrase en el infierno, visitándolo e iluminándolo (...). Y así al nombre de Jesús “se doblase toda rodilla, no sólo en el cielo, sino también en el infierno” (cfr Fil., 2, 10)"14.

“El alma de Cristo, en el triduo de la muerte, realizó una acción salvífica que, fundamentalmente, consistió en anunciar la consumación de la Redención a los justos y en la liberación de sus almas”15.

Cristo, dice Ratzinger, “pasó por la puerta de nuestra última soledad. En su pasión entró en el abismo de nuestro abandono. Allí donde no podemos oír ninguna voz está El. El infierno queda, de este modo, superado, es decir, ya no existe la muerte que antes era un infierno. El infierno y la muerte ya no son lo mismo que antes, porque la vida está en medio de la muerte, porque el amor mora en medio de ella.

Sólo existe para quien experimenta la «segunda muerte» (Ap 20,14), es decir, para quien con el pecado se encierra voluntariamente en sí mismo. Para quien confiesa que Cristo descendió a los infiernos la muerte ya no conduce a la soledad; las puertas del Sheol están abiertas”.

“Al pecado del hombre le corresponde el castigo en el alma y en el cuerpo: el cuerpo quedaba inanimado y el alma, privada de la visión de Dios. En Cristo, solidario con todos los hombres en la muerte como pena de pecado, no solo su cuerpo queda inanimado y sepultado, sino que su alma pasa a ese “Inferus”, en un descenso, en un misterio imposible de penetrar por la razón humana. Porque ahí, en ese Cuerpo inanimado, se encuentra unido el Verbo y lo mismo ocurre con su alma. El Hijo de Dios se somete plenamente a la ley del morir humano. Los dolores de muerte de Jesús solo desaparecen cuando el Padre lo resucita.”

“En esa solidaridad del descenso a los Infiernos no hay actividad alguna. Se trata de una auténtica solidaridad, es decir se encuentra como todo muerto antes de que estuviera abierto el camino hacia el cielo, sin que existiera una comunicación viva, en una auténtica soledad, en un abandono extremo: misterio totalmente incomprensible a nuestra mente. El que ha asumido voluntariamente todo pecado, todo padecimiento, todo sufrimiento, llega al extremo de asumir voluntariamente toda la impotencia, toda la soledad del muerto que tiene cerrado el camino del cielo. Cristo desciende al Hades para rescatarnos del descenso al Hades. En este caso, solidaridad con los muertos significa “estar solo con”, ya que, entre los muertos, no hay comunicación viva. Jesús revela el abismo de la soledad del hombre pecador”16.
2 Varón y mujer ante la soledad del Sábado Santo

Varón y mujer no presentan grandes diferencias en la imitación cristiana del Sábado Santo de Jesús y María. No sirve de modelo positivo la actividad de las mujeres para preparar los ungüentos para embalsamar el cadáver de Jesús. Su actividad está bien intencionada, pero poco iluminada. Tampoco la vuelta al Cenáculo de los discípulos, cada uno con su experiencia del Viernes Santo. Todos deben superar los esquemas humanos que aprisionan la verdadera fe en Jesús. Es verdadera fe, pero insuficiente para poder vivir el Sábado Santo del descanso de Cristo. Carecen de la experiencia de la Resurrección y caminan con los recuerdos y los avisos que Jesús pacientemente les ha dado. María Santísima calla, no les reprende, espera desde su noche lo que vendrá.
El Sábado Santo es una lección para los cristianos de todas las épocas. Sólo en la venida de Cristo en los últimos tiempos, o en el tiempo final, entenderán lo que ocurre en el Viernes Santo de la Historia de su tiempo. Unos se llenarán de actividad bienintencionada, otros esperarán confundidos. Otros esperarán como María. Otros, los menos, serán otros Cristos siguiéndole en su vida y en su muerte real. No es cosa de todos la fe, decía Pablo. No quiere decir que Dios no conceda el don de creer a algunos como si tuviesen una especial malicia. Más bien parece ser que vivir de fe hasta la última consecuencia no es de todos.

Vivir de fe. Esperar contra toda esperanza. Amar hasta la última consecuencia, muestra el Sábado Santo. En María Santísima se ve del modo más patente. La fe, la esperanza y la caridad son casi lo mismo en Ella: confiar en la Palabra del Hijo Amado. La fe debe admitir una extraña sabiduría que quiere mostrar la gravedad del pecado como muerte real, muerte segunda, alejamiento de Dios. Puede y quiere experimentarlo como lo vio en su Hijo al gemir la palabra de abandono que siguió al encargo de ser Madre de todos los hijos. Puede experimentar la soledad del infierno de la Nueva Alianza. Al que rechace lúcidamente la gracia de Cristo nada ni nadie puede salvarle ya. Durará en la soledad lejos del amor.

Su esperanza es similar a la de Abraham que espera el hijo que la carne no le puede dar. Ella reza por los hijos que vendrán. Su soledad no es desesperada. El desamor lejos de Dios es amargo. La soledad esperanzada no tiene el fruto, pero tampoco amargura. La esperanza verdadera es espera, activa en la oración, confiando en la salvación que solo puede venir de lo Alto. Sabe que su Hijo tiene que experimentar la muerte tres días. No se olvida de nada, como suele ocurrirles a los que no les conviene una verdad que les contraría y la interpretan con sus esquemas mentales interesados. Ella está dispuesta a todo y se une al cuerpo enterrado, cadáver de su Hijo. Lo abraza, lo besa, lo lava. Sabe que aquella alma que ha visto crecer está viva, sabe el sentido del salmo 15. Sabe que todas las almas están vivas porque son inmortales. Sabe lo que dicen del sheol los sabios y entendidos. Pero sabe más. Sabe que Jesús es signo de contradicción, piedra de
Escándal o, para salvación o condenación, como le dijo Simeón. Sabe que cada uno tendrá que decidir de, algún modo, si acepta libremente la salvación de Cristo, no hay otra, o se revela como los ángeles caídos. Sabe que el infierno será distinto al sheol. Y reza por la decisión libre de cada uno de sus hijos. Pide la ayuda misericordiosa del Padre en el juicio particular. Sabe que el Juez será su Hijo que ha vivido toda la misericordia hasta la última gota de su sangre. Pero sabe también que nadie, ni el mismo Dios, suplantará o suprimirá la libertad de nadie. Este el drama humano, lo demás son cositas.

La caridad es amor divino que eleva el amor humano. El mismo corazón que ama humanamente es transformado por el amor divino. Ese amor divino-humano en María no tiene resistencias pecaminosas. No por eso es fácil. En ese momento el Amor divino quiere libremente descender al fondo de la muerte. Ella lo sabe y muere sin morir. No es el muero porque no muero del que desea la paz eterna del amor perfecto. Es el morir de la que vive en Dios, que en ese momento ama experimentando la muerte del hombre. Nadie podrá acusar a Dios de que haya ha sufrido más que Dios que le juzga desde el lejano paraíso poco conocido. Dios baja unido al alma humana de Jesús hasta el fondo de la muerte. María ama bajando en vida. Su soledad es no rechazar ese sorprendente acto amoroso que le destroza el corazón. Sabe que es Madre de los nuevos hijos que engendra su Hijo, también los que nacieron antes que Ella.

1 Anónimo actual
2 Juan Pablo II, Audiencia General, 21 mayo 1997
3 ibid
4 1 Pe 3:18-19
5 Ibid
6 Ibid.
7 Juan Pablo II, Audiencia General , Vaticano, 11.01.1989
8 Juan Pablo II, Via Crucis 14, Coliseo – Roma, 21.04.2000.
9 Anónimo actual
10 Ibid.
11 Jean Galot. Jesús, liberador, Centro de Estudios de teología espiritual, Madrid. 1982, p. 183.
12 Ibid.
13 Ibid.
14 Sto. Tomás de Aquino, STh III, q. 52, a. 1.
15 Ibid.
16 Cfr p.e., J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, cit., 263; H.U. v. Balthasar, El misterio pascual , en VV. AA. Mysterium Salutis, III/II, cit., 237-265.

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